martes, 17 de febrero de 2015

43: LA VIDA DETRÁS DE CADA NOMBRE

EL MAESTROS ENSEÑA, APRENDE,

 DIALOGA Y CONVENCE CON LA PALABRA

“43: LA VIDA DETRÁS DE CADA 

NOMBRE”

Los alumnos de la Maestría en Literatura Mexicana del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana, a través de su revista Lepisma, comparten los textos, "43: LA VIDA DETRÁS DE CADA NOMBRE" para no olvidar a los jóvenes normalistas, a los desaparecidos, a los heridos y a los muertos.
César Manuel González Hernández, tiene 19 años y es de Huamantla, Tlaxcala. Es desmadroso y lo apodan "panotla", pero también le dicen "marinela", porque una vez en Jalisco, se llevó la camioneta de la empresa que hace pastelitos.
Fue desaparecido el pasado 26 de septiembre junto con 42 de sus compañeros de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa.

Aquí el texto elaborado por Tzuyuki Flores Romero para Aldo Gutiérrez Solano, estudiante normalista de Ayotzinapa, de 19 años, quien la noche del 26 de septiembre recibió un disparo en la cabeza durante el ataque armado en Iguala, Guerrero y que permanece en estado vegetativo debido a que el proyectil destruyó la mayor parte de su cerebro.
Zumbido
A mí no me da miedo la muerte, muerte es no hacer nada. Yo por eso la escuela, los partidos, porque hay que moverse. La muerte debe ser una explosión en la cabeza, luego un zumbido largo, infinito.
No nos apunten, no estamos armados. Es lo que siempre les decíamos a los uniformados, porque a los otros no puedes hablarles, esos nada más te tiran y ya, sin dejar que les hables, sin hablarte. Sí, me llamo Aldo, quiero decirles, ¿en dónde están mis compañeros?
Un día normal es de calor, de campo. A veces cuando vamos a jugar vemos camionetazas pasar en friega, buscando balazo, con tipos chuleándose a las muchachas, burlándose de las mujeres, de los niños, provocando a los hombres.
La gente en el pueblo está harta. Por donde quiera los ojetes causan desmadre. Mis hermanos se hacen de la vista gorda, nadie quiere desmadre. Yo por eso mejor la escuela, para ser alguien, trabajar con los chavitos. Y de todos modos mi ma lloró cuando le dije que me iba. Son dos horas y feria de camino, ma, de todos modos, estar aquí es lo mismo que morirse, si no sales de aquí no haces nada.
No nos apunten, no estamos armados. Pero nos bajaron a madrazos y uno ya sabe que esto es cuestión de resistir, como le hacemos todos los días allá, aguantar o la otra opción es esconderse, que de cualquier forma, no es garantía de seguir respirando. Y uno aguanta, trabaja y va a la escuela, hace boteo hasta que empiezan las detonaciones y pam pam pam pero a mí no me da miedo la muerte porque esa habita en mi pueblo y sus alrededores y allá no hay a quién arrimarse y tiiiiii un zumbido que no termina.
Calmados, no estamos armados, es más, somos de primero. Traigan una ambulancia, que hay un compañero que se está muriendo. Pero morirse es darle chance a los culeros, morirse es no opinar, morirse es dejarse escupir, dejarse violar, morirse es que te desplacen de tus tierras, morirse es ver cómo arrastran por el camino al compadre de tu papá o cómo el hermano de la mamá de tu vecino amanece en el campo, a punto de reventar como los perros muertos sobre la autopista, nomás que en vez de atropellado, baleado, y no poder hacer nada.
Mi papá no chistó. Anda vete, siempre haces lo que quieres. Eso pensaría pero no lo dijo, nomás me abrazó. Por la que siento más feo es por mi mamá, que llora sin sollozos, que llora sin gemidos porque uno de sus hijos se le va. Pero regreso, ma, no llore que se le sube el azúcar, a ver si el otro domingo vengo y me va a ver jugar. Cuando salga de la normal voy a dar clases y me la llevo de aquí. Y mi mamá no chista tampoco, sólo oigo el zumbido, largo, interminable. Mejor prendan la luz.
Un día común es de mucho calor, gente metida en su casa, niños que van a la escuela, los adolescentes ya menos, ya para qué, aquí creces rápido, aquí creen que estudiar los deja igual, aquí los que pueden, los que tienen, ni siquiera estudiaron, aquí es la ley no del más fuerte sino el del más ojete. Y yo quiero ayudar, ser alguien. Los chavos ya para qué, lo malo es que no les quedan muchas opciones. O uniformados o en la mierda que es casi lo mismo.
Aquí sólo unirse a la comunitaria, o de maestros, que de cualquier forma no tienes garantía, aunque es bueno lucharle, no rendirse antes de tiempo.
Sigue el zumbido y esas personas que vienen y dicen mi nombre. Yo quiero saber dónde están todos, a dónde se los llevaron o si están aquí al lado mío, con las manos y los pies vendados, pero como está oscuro ni ellos ni yo sabemos, no nos damos cuenta que podemos estar juntos. Sigue el zumbido y esa gente que viene y me pica con el dedo en el pecho y yo les digo, que no, que me dejen. Pero ellos no me oyen. ¿En dónde están mis compañeros? Grito. Y sigue el zumbido. Que alguien me diga dónde están mis compañeros, dónde mis papás, mis hermanos, mi hermana. Por favor, que alguien prenda la luz

“43: LA VIDA DETRÁS DE CADA 

NOMBRE”

Lepisma, revista de los alumnos de la Maestría en Literatura Mexicana del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana, nos comparten los textos escritos en recuerdo a los jóvenes normalistas de Ayotzinapa. Edith Negrín nos habla de Jorge Antonio Tizapa Legideño:
El pasado 11 de enero fue un día de cumpleaños muy triste para la señora Hilda Legideño Vargas. Su hijo Jorge Antonio no fue, como hace cada año, a verla, a abrazarla, a llevarle chocolates y flores. Es un buen hijo, es un buen muchacho, dice una y otra vez la madre, en conversación telefónica, con una voz fuerte y clara, aunque algo debilitada por la pena.
Tampoco las fechas navideñas fueron días de fiesta para ella. El 24 de diciembre, los padres de los estudiantes normalistas ausentes, cuyo paradero aún se desconoce, se concentraron en las cercanías de la residencia presidencial de Los Pinos, pese al atroz frío capitalino, muy lejos de las regiones templadas o calurosas en que habitan. El 26 de nuevo se manifestaron, recorriendo el paseo de la Reforma hasta el monumento a la Revolución.
Hilda Legideño es delgada y menudita, en una de las fotografías luce casi más pequeña que la pancarta en sus manos con la imagen de Jorge Antonio. Pero sin duda es una mujer muy fuerte, que crió sola a sus tres hijos, pues desde que eran niños el padre, como tantos otros, se fue a trabajar como plomero “al otro lado.” Ella no se queja, dice que el señor ha estado pendiente y cuando puede manda dinero; que está enterado de la desaparición del estudiante, pero no le es posible venir. De tres hijos, Jorge Antonio es el de en medio, antes que él llegó una hermana y después un hermano.
La señora Legideño formó parte de la comisión de padres que, acompañados por el titular de Derechos Humanos en Guerrero, se entrevistaron el 29 de septiembre con el comandante del 27 Batallón de Infantería para indagar sobre la situación de sus hijos
.
En la foto de la ficha gubernamental que da cuenta de su “desaparición”, la misma que se ha reproducido en algunos carteles, el rostro moreno de Jorge Antonio tiene forma de óvalo; lleva muy corto el cabello negro y lacio. Sobre la nariz ancha y los labios gruesos, destacan sus ojos oscuros, enmarcados por cejas semipobladas, que definen una expresión muy seria, entre reposada y adusta.

Hilda cuenta que tiene “un hoyito en la mejilla”, pero ese detalle apenas se puede apreciar en las escasas fotografías con que contamos. Tampoco dejan ver los retratos la alegría de vivir oculta tras esa sobria apariencia. Alegría que no pudo ser vencida por el entorno guerrerense marginado, adverso y violento en que la familia ha vivido siempre. Alegría que la madre reitera: es sociable, amiguero, le gusta mucho cantar y bailar; es bromista –“pero no pesado”. Como a sus amigos, le encanta comer tacos y pizza, acompañados por refrescos.
Para su aniversario –el 7 de junio cumplió 20 años–, pidió a su madre que le preparara fiambre, una comida típica de fiesta en Tixtla, hecha con carne de res, pollo, chorizo y carne de puerco servidos sobre una cama de lechuga.
Jorge Antonio dejó los estudios un tiempo. Ese lapso entre un bachillerato que no se completó y el inicio de su preparación como maestro fue una transición a la vida adulta, pues descubrió el amor y el trabajo.

Muy enamorado y correspondido, construyó una casita de lámina cerca de la de su madre, para vivir con su novia. La pareja, con el paso del tiempo “dejó de entenderse”, al decir de Hilda, y resolvió separarse. Quedó una niñita que ahora tiene año y medio. “Es un padre cariñoso”; la foto en un celular sostenido por Hilda muestra a Jorge Antonio, con un gesto suavizado, llevando en sus brazos a una bebita muy linda, con grandes ojos oscuros semejantes a los suyos. La pequeña Naomi luce graciosa con su gorra tejida.
Durante el tiempo de la convivencia en pareja, el joven tuvo que afrontar las responsabilidades de la vida laboral. Se empleó como chofer de una urban por la ruta que va de Tixtla a Atliaca: “le encanta manejar, aprendió muy pronto y antes tuvo motocicleta”.
Mientras iba al volante Jorge Antonio disfrutaba escuchando y entonando canciones populares. Comparte con sus cuates el gusto por la banda sinaloense “El Limón, De René Camacho”. Una banda que interpreta tonadas diversas; tanto baladas amorosas como otras que cuentan de los sembradores de mota obligados a huir del ejército; todo en un lenguaje coloquial, a veces soez. También comparte con los amigos el gusto por esas crónicas urbanas que son las canciones de Armando Palomas, de Aguascalientes. “El Palomas” fusiona rock, cumbia, mariachi, huapango y son veracruzano, y se burla de todo lo establecido con una libertad que encanta a los chavos. Un gusto muy personal de Jorge Antonio son las canciones infantiles, como el Patito Juan, por lo que algunos amigos, en broma, le decían “el niño”. “Le gusta mucho la música, a veces graba canciones en una memoria para mí”, relata la madre.
Cuando se separó de su compañera, Jorge Antonio entró a la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. Fue rapado, como parte de las novatadas, y se integró de lleno a las labores de la escuela. Tomaba parte en las tareas agrícolas cotidianas, ya que los estudiantes normalistas rurales siguen perteneciendo a la comunidad campesina. Una vez, sembrando, él y un amigo, exhaustos, se quedaron dormidos sobre una piedra y no despertaron sino hasta que estaba oscuro. Fueron apodados “los perezosos”, cuenta Hilda.
El estudiante se concentraba en sus materias y participaba de las actividades políticas inherentes a este colegio. La nueva etapa de la vida del estudiante Jorge Antonio se interrumpió por el horror del 26 de septiembre.
Desde esa noche, Hilda Legideño Vargas no ha parado de buscar a su hijo. Atravesada por el dolor pero sostenida por su amorosa obstinación y su creencia en que aún puede haber justicia, espera el regreso de Jorge Antonio.


“43: LA VIDA DETRÁS DE CADA NOMBRE”

Jhosivani Guerrero de la Cruz, tiene 20 años de edad, es originario de Omeapa. Es delgado, de cara espigada, de ojos rasgados apodado "coreano". Camina cuatro kilómetros de ida hasta la carretera paro tomar el transporte y cuatro de regreso porque quiere ser maestro de primaria en su tierra.
Fue desaparecido el pasado 26 de septiembre junto con 42 de sus compañeros de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa.

"Cada vez que sopla el viento y no trae noticias de Jhosivani, desaparece un pedacito más de Martina."
Hazel H. Guerrero, estudiante de la maestría en Literatura Mexicana del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana escribe, en "43: La Vida detrás de cada Nombre" de la revista Lepisma, sobre Martina de la Cruz, madre de Jhosivani Guerrero de la Cruz, joven alumno de la Escuela Normal de Ayotzinapa, desaparecido el 26 de septiembre en Iguala, Guerrero.
La desaparición de Martina de la Cruz
Por el tiempo en que los frutos del campo dejaron de proveer sustento a los campesinos y las cosechas morían antes de nacer, la gente dejó de labrar y se fue lejos a conseguir sustento para sus familias. No a un lugar más acogedor, ni siquiera con mejores suelos: cruzaron la frontera donde el viento árido les arranca los sombreros y les grita que se vayan de ahí. Cuando Jhosivani nació, su padre ya miraba una nueva tierra para trabajar, sin importarle que no fuera suya. Se fue con algunos de sus hijos mayores para el otro lado, a cultivar jardines verdes, como de ensueño, que no producen frutos pero ilusionan con dar para comer.
Desde su soledad en Omeapa, Martina de la Cruz observó atentamente la cabecita de cabellos erizados que día a día se asomaba más allá de lo que sus jóvenes ojos podían alcanzar. En el pueblo los hombres desaparecían como dientes de león. Jhosivani lo sabía y clavaba sus ojos en el Norte. Había días en los que corría esperando encontrar algo que lo dejara quedarse con su madre, pero todo se había terminado, su única esperanza era abandonar la casa. Contempló la posibilidad de acompañar a su hermano Iván en Estados Unidos, trabajar como jardinero y ahorrar para el regreso triunfante, algún día, a Omeapa; pero ese no era el plan que la familia tenía para él. Debía estudiar y luego volver a su pueblo, de eso se encargaría toda su familia. Querían un maestro, uno bueno, no como los que les mandan de lejos y no hablan más que español y desean irse a los pocos días de llegar.
Martina recuerda a su muchacho rebelde. Deseaba irse a estudiar a Puebla, pero el dinero no alcanzó y aceptó probar con la Normal Rural que está en Ayotzinapa, ahí mismo en Guerrero.
Parece que le gusta, aunque no han pasado muchos días desde que entró en la escuela los cambios son notables, hay algo en las palabras de sus maestros y compañeros mayores que lo hace ver la vida de un modo diferente. Durante el último fin de semana que pasó en casa hizo mejoras en su hogar, sin que se lo pidieran. Su madre observa cómo toma las riendas de su vida y empieza a convertirse en un hombre responsable, le sonríe orgullosa mientras se contiene para no acariciar su cabeza.
La vida estable que Martina apenas experimentaba se volteó cuando le dijeron que a su hijo se lo había quitado la policía, sin darle razón para ello. Declaraciones contradictorias, pistas falsas de un juez que también es parte coludida con el narco en un país que los empuja, a ella y a Margarito Guerrero, a la búsqueda frenética para encontrar a su hijo.
–Tu hijo apareció, está muerto y debes reconocerlo… Ve a verlo–. Dice el hombre de bata blanca y arrugada.
Junto con su esposo, Martina destapa el cuerpo en el Semefo: no hay rostro, arrancaron la cara, quisieron borrar su identidad. Pero ella sabe quién es su hijo y el pobre joven que descansa de la tortura en esa cama de metal no es su pequeño, sus manos no caben en las suyas cuando entrelaza sus cálidos dedos con los del muchachito sin vida. –Este no es mi hijo–, dice después de acomodar tiernamente la mano del joven. –Mi hijo sigue vivo– y se retira del lugar dejando un poco de su calor en la mano que acaba de soltar.
A casi tres meses de su desaparición, en Nochebuena cuelga una esferita roja con un mensaje para el muchacho: “Donde quiera que estés, que Dios te tenga. Espero que estés bien. Aquí tu familia te quiere, te estamos esperando.”
Martina contempla el árbol del patio de la Normal. No fue al Zócalo de México a pelear, ella se quedó para esperar un milagro como los que les ocurren a los gringos en navidad. Sueña despierta en la sillita de metal con la foto de su hijo entre las manos, hasta que escucha que una persona pregunta a un reportero:
– ¿Y usted que anda en esto, sabe algo?– El silencio es la respuesta al milagro que Martina esperaba. De vacío y dolor se llena su corazón; pero el dolor era el menor de sus males y no la detenía. Ahora es distinto, su compañero en la soledad y abandono ha desaparecido.
En su vigilia Martina ve correr al pequeño entre las gallinas, como veía a sus otros niños hacerlo. Al mayor le gustaba mucho alimentarlas con tortilla dura, el sonido de los picotazos lo divertía. A él lo mataron del otro lado el año en que Jhosivani cumplía los trece. Cuando murió pensó –mijo, mejor se hubiera quedado aquí–. A los diecisiete años Jhosivani estaba parado junto a ella cuando les fueron a avisar que habían matado a dos más de sus muchachos.
Los vio como en sueños recogiendo con cuidado los huevos de las gallinas ponedoras y burlándose uno del otro cuando resultaban picoteados por alguna.
Los mató el narco, el crimen organizado, los malos, y se preguntó qué hubiera pasado si estuvieran con su padre cuidando jardines ajenos en Estados Unidos. Las tres muertes arrancaron partes de Martina de la Cruz, las heridas sanaron pero la cicatriz punzante duele todos los días. Su esposo, don Mago, se quedó en Omeapa junto con ella para aminorar el dolor. Cuando les avisaron de la desaparición de los normalistas, su hijo Iván regresó del otro lado para buscar a su hermano y corroborar que su madre siguiera allí. En seis años su sonrisa aparecía con menor frecuencia, sólo Jhosivani le sacaba de vez en cuando una carcajada que en ocasiones acababa en unas cuantas lágrimas.
Era el compañero de Martina, la razón para que ella se levantara todos los días luego de las tres pérdidas sufridas; todos se esforzaban por salir adelante y unían esfuerzos para que al menos el más chico tuviera la educación que ellos no alcanzaron.
En enero Martina camina entre la multitud dolida, sus ojos contemplan el vacío en las manos de las madres que caminan como ella reclamando la presencia de sus hijos. Mira su mano derecha y recuerda como su pequeño la sujetaba con fuerza al regresar de la escuela, cómo la agitaba cuando le pedía algo con desesperación. Su mano izquierda deja de importarle, a veces duele, a veces la boca le sabe a cobre, pero eso se va cuando piensa en el retorno de su niño.
Su trenza se va acortando sin que ella pase tijera alguna por su cabello, los kilos de su cuerpo son cada vez menos, las suelas de los zapatos se adelgazan con las marchas. Cada vez que sopla el viento y no trae noticias de Jhosivani, desaparece un pedacito más de Martina.
Hoy Martina se levanta por la mañana y al mirarse al espejo no encuentra respuesta.


“43: LA VIDA DETRÁS DE CADA NOMBRE”, 
Antonio Santana Maestro

Querido Antonio: hace unas semanas recibí un papel con tu nombre y el de tu madre, líneas más abajo un teléfono… Tras guardarlo en mi bolsa varios días, decido marcar, mientras lo hago mis manos tiemblan y mi voz se esconde, pienso unos segundos qué le diré a tu madre. ¿Qué se le dice a la madre de un desaparecido?
Nunca contestan, imagino entonces nuestro diálogo, yo le diría que soy Alejandra Méndez, que a mis padres y a mí nos arrebataron a mi hermana hace cuatro años, que seis balazos atravesaron su cuerpo, que no está sola, que el lamento de la llorona también se oye en mi casa. Y quisiera saber: ¿dónde está Antonio Santana Maestro?
Ella contestaría que eres un hijo hermoso de ojos pequeños y labios gruesos, buen estudiante, inteligente. Que tus compañeros del grupo de política te apodan el Copy por tu extraordinaria memoria, que eres respetado y querido. Que al final de la noche te espera en casa, que así como te llevó nueve meses en su vientre, hace ya 20 años, así te llevaría en sus entrañas hasta la muerte. Que te oculta en el corazón con las manos grandes estrujando, te guarda, te vigila, como papel con tus datos, porque no desaparecen a los que se llevan, porque no se van, se quedan con nosotros.
Antes de colgar le diría, tal vez ya, con la voz saliendo, que en tu nombre llevas tu destino. Habías nacido para ser maestro, hermoso joven de tez morena y canto aguerrido… Ahora iré a cantar al campo, a gritar tu nombre: ¡Antonio! ¿Dónde estás Antonio Santana Maestro?

Por: Alejandra Méndez
“43: La vida detrás de cada nombre”, Abel García Hernández
Abel y yo tenemos una mancha tras la oreja derecha que ha sido vista por pocos. Ninguno de los dos puede ver su mancha en el espejo. Se necesita de alguien más que vea desnudo el cuerpo, te señale y diga: tienes un lunar, tienes una mancha tras la oreja derecha. Pero si la oreja está maltrecha. Si te mandan a matar. Si te arrancan los dientes y las uñas y los brazos. Si te entierran en pedazos y dejan a la hierba trabajar, trabajarte. Deshacerte. Hacerte mancha tras la oreja del mundo. Alguien habrá de señalarte: Abel García, un amor sin objeto. Un corazón sin dueño. Un hambre de cocolmeca. Una carrera en la sierra. Estas palabras terrosas y una pregunta muy vieja que viene desde otros pueblos: ¿Dónde está la juventud, sigue en el ataúd, Sigue en las fosas? Abel tiene una mancha tras la oreja derecha. Abel tiene un país que lo mira y lo señala. ¿Y dónde está la juventud, sigue en el ataúd?
Por: Reyes Rojas

"43: La vida detrás de cada nombre", Abelardo Vázquez Peniten
Te llamabas Abelardo, el tercero en la lista, Gustabas del futbol y hablar mil cosas, “Abe”, te llamaban con la A y la B Encabezando las letras, Sabio y respetado ya a tus diecinueve. Bondadoso también, como cordero, Fue tu luz de bondad, que es la más alta, Y discierne hasta en llamas el sendero. Justo eras, dicen, Resguardándoles a todos ese sitio Del que con golpes de fuego te expulsaron. ¿Por qué los jóvenes como tú no No pertenecen ya al mundo? ¿Dónde quedaron tus ojos Para encontrar el agua entre las piedras? ¿Dónde los jóvenes que son los que descubren Otras palmas del ser en el desierto, O como pulir un alba Renovada en lo incierto? … Jóvenes, que debieran ser tan sólo amados, Escuchando su interna luz Como a un gran poema. “Abe”, a ti te decían, inicio, eras ya de abecedario. Para darle a este mundo mundos nuevos, Y entregar tu claridad a ciegos. ¿Dónde está tu corazón ya calcinado? Fue cementerio del día, Ayotzinapa. “Abe” te decían, La crueldad contra Abel, te infringieron, Tú que debías ser sol en letras, Tú que debiste ser tan sólo amado.

Por: Verónica Volkow

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