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La evaluación docente, irremediablemente injusta
Lucía Rivera Ferreiro. La Jornada. Opiniòn, sàbado 2 de enero de 2015
Dicen los que saben que
la evaluación educativa, como actividad práctica que afecta a grupos y
personas involucradas en los procesos de este tipo, trasciende la
dimensión meramente técnica. En todo caso, esta última adquiere su
verdadero valor cuando se conduce bajo principios éticos claros. De ahí
que los términos objetividad y justicia no sean sinónimos; confundirlos
conlleva el riesgo de simplificar las decisiones y eximir de
responsabilidades a quienes evalúan. El resultado puede ser una prueba
técnicamente impecable pero muy injusta.
Las instancias que intervienen en la implementación de la evaluación
han incurrido en este aparente error, comenzando por el propio INEE. En
el Programa de mediano plazo para la evaluación del Servicio Profesional
Docente 2015-2020 dice que son cinco los principios que orientan su
actuación: la mejora escolar, la equidad, el reconocimiento y atención a
la diversidad, la participación y la evaluación justa. Sobre esta
última señala que busca respetar “en todo momento, los derechos de las
personas, lo que se logrará en la medida en que las evaluaciones sean
técnicamente sólidas, imparciales, objetivas, transparentes y
pertinentes…” (p. 8).
Los responsables de la evaluación docente han faltado a todos los
principios que dicen defender. La lista de yerros cada día es más larga.
En estas líneas me centraré nada más en uno, el de la evaluación justa,
enarbolada en la retórica oficial, pero quebrantada constantemente.
A juzgar por el rechazo, las dudas, los cuestionamientos constantes y
la desconfianza creciente de los maestros, este principio de justicia
simplemente no tiene asidero alguno en la realidad. La reciente campaña
de chantajes, propaganda engañosa, promesas y amenazas coronadas con el
uso de la fuerza pública para obligar a los maestros a presentar los
exámenes ha atentado contra su integridad física y libre albedrío,
borrando cualquier vestigio de justicia, si es que lo había.
De entrada, la información no llegó a todos por igual; tampoco fue
oportuna, suficiente ni clara. Los docentes padecieron el autoritarismo
institucional característico de las administraciones educativas federal y
locales, acostumbradas a exigir información, pero no a proporcionarla, a
lo que hay que sumar su incapacidad crónica para gestionarla.
El INEE y la SEP cambiaron cinco veces la fecha para realizar la
evaluación de permanencia, sin que mediaran explicaciones o argumentos
convincentes. Muchos docentes recibieron dos días antes de que venciera
el plazo de registro, por vías completamente informales y fuera de sus
horarios de trabajo, la notificación de que debían presentarse al
examen, mientras otros lo sabían con cinco meses de antelación. Ante
estas circunstancias resulta obvio que las condiciones de participación
para unos y otros fueron completamente desiguales.
Otro botón de muestra es el cambio en la ponderación que el propio
INEE ha atribuido a los instrumentos para evaluar la permanencia de los
sustentantes: el informe de desempeño elaborado por el director o
autoridad inmediata, el expediente de evidencias de aprendizaje, el
examen de conocimientos y habilidades y la planeación didáctica
argumentada. Hace unos días circuló en redes sociales un video en el que
la propia presidenta del INEE afirma que el primero de los cuatro
instrumentos, o sea el informe de desempeño elaborado por el director, no tiene valor (https://www.facebook.com/eduardoo1202/videos/1049305781767851/), únicamente las evidencias de enseñanza y aprendizaje, el examen de conocimientos, y la planeación argumentada.
Continúo el recuento de las desigualdades. Los maestros que
viven en zonas alejadas de los centros urbanos donde no hay transporte
ni vías de comunicación tienen que costear con sus propios recursos los
gastos de traslado a las sedes de recepción y registro, ubicadas a
varias horas de distancia de su lugar de residencia; algunos se han
llevado la sorpresa de que al llegar no hay sistema o no les reciben los
documentos por motivos diversos, de manera que tienen que regresar otro
día, con la consecuente erogación de recursos económicos que cubren de
su bolsillo.
Durante la evaluación, los profesores enfrentaron diversos
contratiempos que los afectan irreparablemente. Al llegar a las sedes de
aplicación se encontraron con que el sistema de cómputo no funcionaba,
equipos que fallaban y pantallas carentes de protectores. Esto, sin
contar deficiencias propias del examen, como preguntas absurdas, largas y
repetitivas, que demandan la memorización de reglamentos y cuyas
respuestas son difíciles de discriminar.
Finalmente, después de la evaluación recibirán un resultado que
automáticamente los clasifica en idóneos y no idóneos; son etiquetados,
estigmatizados, tratados como número en una lista de prelación, cuyo
manejo es completamente oscuro. Quienes han decidido impugnar las
irregularidades se han enfrentado a un muro infranqueable, a una larga
colección de negativas. Paradójicamente, el INEE, la Comisión Nacional
del Servicio Profesional Docente y las autoridades educativas locales,
en calidad de responsables de implementar la evaluación, se enredan cada
día más en una amenazante maraña evaluadora creada por ellos mismos.
Por más blindaje técnico, lenguaje rebuscado, chantajes, presiones y
amenazas a las que han recurrido para justificar sus decisiones y
convencer a los maestros sobre sus bondades y beneficios, la prueba ha
incumplido el principio fundamental de justicia que debiera
caracterizarla por una simple y sencilla razón: el actual sistema de
evaluación responde a una ley injusta de origen que muchos docentes han
decidido desobedecer. El Servicio Profesional Docente y el propio INEE
llevan a cuestas una marca de origen, producto de arreglos políticos
entre élites y de un proceso legislativo cuestionable por donde se le
vea, en el que la ética política simplemente brilló por su ausencia. Por
eso, la evaluación no será justa ni ahora ni nunca.
*Profesora titular de la Universidad Pedagógica Nacional Ajusco
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