EL MAESTRO ENSEÑA, APRENDE,
DIALOGA Y CONVENCE CON LA PALABRA
NACIONALISMO
– RASTRERISMO.
José Valenzuela Feijóo.
Viajemos hacia los años cuarenta del
siglo pasado, el XX. Un poco antes o un poco después, nos encontraríamos en la
Argentina del primer Perón. Con el Brasil de Getulio Vargas y en Chile con el Frente
Popular de Aguirre Cerda. En México, eran los tiempos del General Lázaro
Cárdenas, el que como Presidente profundizaba la Reforma Agraria y era capaz de
nacionalizar el petróleo, que estaba en manos extranjeras, de capitalistas de
EEUU y de Inglaterra. En todos estos países (también en Uruguay), se abandonaba
el patrón de acumulación “primario-exportador” –tremendamente zarandeado por la
feroz crisis de 1929-33- y se avanzaba hacia un desarrollo económico basado en
la industrialización y los mercados internos.
Durante el “primario exportador”, el
bloque de poder se integraba con los grandes terratenientes tradicionales, el
gran capital bancario y comercial, más el capital que exportaba productos
primarios. Como regla, estas exportaciones estaban en manos del capital
extranjero, dominio que también se extendía a la banca. Es lo que Claudio
Véliz, el gran historiador chileno,
denominara “la mesa de tres patas”, mesa que junto con administrar y
beneficiarse del modelo, obstruía con plena fuerza el desarrollo de un
capitalismo industrial serio. Para lo cual, sin ningún tapujo no vacilaba en
usar las armas ante cualesquier afán de industrialización y de independencia
nacional. Como sucedió en Chile con el proyecto de Balmaceda.
En México, el primario-exportador va
asociado a la larga dictadura de Porfirio Díaz. En sus orígenes, este fue
lugar-teniente de Benito Juárez en su lucha contra los invasores franceses y la
impostura de Maximiliano. Luego, a la muerte de Juárez, con una “flexibilidad”
política e ideológica dignas de un Correa o un Escalona, se pasó del todo a las
filas de los terratenientes y banqueros más reaccionarios. Durante la larga
dictadura de Díaz, destacó su secretario de hacienda, Limantour. Este fue un
adalid de la ortodoxia hacendaria: bajos impuestos, gasto público exiguo,
presupuesto equilibrado, etc. También, intervención estatal mínima: “laissez
faire-laissez passer”. Limantour, como todo su grupo de oligarcas, despreciaba
profundamente a indígenas y mestizos (más del 80% de la población total) y
cifraba todas sus esperanzas de desarrollo en la llegada de rubios europeos y/o
anglosajones. Este Limantour señalaba que sin la inversión extranjera, “nunca
saldremos de nuestra vida inerte y raquítica. Ofrecerles debemos el vastísimo campo
que presentan nuestras inexploradas riquezas y quiera Dios que no tarde mucho
el día en que se lo disputen los capitales externos, sean americanos, ingleses
o franceses.”
La revolución, por su contenido
popular, cambió radicalmente las cosas y desplegó un nacionalismo profundo. El
pueblo se quiso a sí mismo y México volvió a vivir y a deslumbrar por sus
grandes líderes (Zapata, Villa, Felipe Ángeles, Cárdenas, Flores Magón, Mújica,
Obregón, etc.) y sus grandes artistas (Diego Rivera, Siqueiros, la Kahlo, Gabriel
Figueroa, Rulfo, etc.). Pero, sobremanera, por la increíble creatividad de su
pueblo. Y este pueblo aprendió a distinguir entre sus amigos y sus enemigos. El
gran Pancho Villa lo dijo con singular claridad: “hay un gran peligro para los
mexicanos (…) que no se me olvida nunca, y que temo porque son muy poderosos:
los gringos”.
Desde la revolución hasta los mismos
setenta, hubo gobiernos más progres o menos progres (hasta reaccionarios como
el de Díaz Ordaz), pero en todos ellos se desplegó una política exterior
progresista que nunca aceptó ser títere de Estados Unidos. Y los gobiernos
mexicanos entendían muy bien que el apoyo a la Cuba de Fidel era también y
sobremanera el apoyo a sí mismo, a la independencia nacional. México, que ya
había perdido a California y parte de Texas, no quería seguir “regalando” su
territorio.
Con el ascenso del neoliberalismo,
hacia 1982, las cosas empiezan a cambiar. En términos económicos, los
resultados han sido desastrosos: el crecimiento del PIB se desplomó, desde un
6-7% en 1940-80 a alrededor de un 2.0% en 1982-2012; la desigualdad (que ya era
alta) se agravó aún más; más del 50% de la población cayó en la marginalidad y
la dependencia respecto a EEUU se tornó brutal. Pero hay algo todavía más
grave: en el país se viene abriendo un proceso de descomposición social muy profundo. Que existe en México un Estado
fallido es algo muy difícil de negar: la institución estatal viene mostrando
una incapacidad creciente para regular los procesos más elementales (legalidad,
justicia, orden social mínimo, elecciones, corrupción, etc.). Pero hay algo
más: todo el entramado de normas sociales reguladoras de la misma vida
cotidiana también se empieza a derrumbar. Hoy, en grado creciente, una persona
se acerca a otra con la ansiedad de no saber qué respuesta va encontrar: ¿un
saludo amable, una daga, un pistoletazo, un robo, una violación? Los sociólogos
nos pueden haber enseñado el papel que juegan las “normas sociales” en la vida
de los humanos. Cómo éstas casi reemplazan a las conductas biológicamente
heredadas. Y si se les pidiera una prueba empírica de su tesis, el “ejemplo” de
México les vendría de perlas.
El problema ya empieza a preocupar
bastante a Estados Unidos. La super-potencia no puede permitir que en su
inmediato patio trasero cunda tamaña descomposición. Con ella, hasta su misma
seguridad interior pudiera verse amenazada. Barack Obama empezó, casi en
silencio, a deportar más y más y también empujó un masivo programa de
penetración de agentes de EEUU (de la CIA, del FBI, del Ejército y de otros
estamentos) en el territorio mexicano.
Trump, también ha empezado a presionar.
En lo económico quiere corregir su saldo comercial, lo que pudiera provocar serios
problemas de funcionamiento al neoliberalismo mexicano: el secretario Videgaray
ha dicho que sin el TLC y la inversión extranjera que atrae, la economía
mexicana se desploma. EEUU también presiona en favor de la seguridad, hoy
completamente desquiciada. En la política de Trump, hay también otro aspecto
que descompone y debilita a la ideología neoliberal: se trata de la política
económica que ha esbozado Trump, la que resulta bastante opuesta a las
políticas económicas neoliberales. Es decir, supone una crítica ideológica
mayor.
Supongamos que tal o cual país,
digamos Paraguay o Andorra, pudiera declararse anti-neoliberal. El impacto
mundial sería nulo. Pero que lo haga la gran super-potencia no es para nada
algo menor. Recordemos: los neoliberales proclaman que la “mejor política
económica es la ausencia de toda política económica”. Luego, nos podemos preguntar:
i) si EEUU aplica una política industrial activa, ¿por qué no deberían hacerlo
países como Argentina, Colombia o Chile? ii) Si EEUU aplica una política de
comercio exterior proteccionista, ¿por qué no deberían hacerlo México, o
Brasil, o Portugal? En corto, si el “papá” lo hace, ¿por qué no deberían
hacerlo sus hijos y sus hermanos más pobres? En suma, los dogmas neoliberales
sobre el “libre comercio”, la globalización y demás, se derrumban. En todo lo
cual, resurge un antiguo axioma de la teoría económica del desarrollo: mientras
más débil la economía que pretende desarrollarse, más fuerte e inteligente
deberá ser la intervención estatal.
En la izquierda, que en alto grado
ha asimilado la ideología neoliberal (¿Acaso es falso que “la ideología de la
clase dominante suele funcionar como ideología dominante”? ¿En Chile, no
tenemos el ejemplo de la Sra. Sánchez?), el indicado aspecto del proyecto Trump
ha pasado casi inadvertido. No así para los neoliberales que hoy están en el
poder, desde los amos como Merkel y Macron, hasta los ayuda de cámara como
Temer, Macri y Peña Nieto. El caso del México neoliberal es quizá el más
llamativo. El gobierno y los grupos dominantes (oligarquía financiera y grandes
exportadores), han desplegado una enorme campaña mediática en contra de Trump.
Lo acusan de tonto (“no entiende las ventajas del “libre comercio”), de
racista, etc. Y han convencido de ello a la mayor parte del pueblo mexicano.
Aunque de vez en vez surgen preguntas incómodas: ¿es México o EEUU el que le
debe dar empleo a los mexicanos? ¿Es acaso menos racista que Trump la alta
oligarquía mexicana? ¿No son acaso peores y no es acaso cierto que preferirían
ser gringos rubiecitos y no “rancheritos pata-rajadas”? Esta oligarquía
neoliberal reniega del “indio” Fernández y de Pedro Infante. Prefieren a Justin
Bieber.
La política exterior mexicana
respecto a Trump ha sido medida y obsequiosa en exceso. En la última reunión
del G-20, en conferencia de prensa conjunta, una periodista le preguntó a Trump
si insistía en que México pagara el muro y éste contestó “¡absolutamente!”. Interrogado
Videgaray sobre tal opinión, usando una cara digna del fierro mejor forjado,
contestó que nada de eso había escuchado. Entretanto, el presidente Peña Nieto
seguía con sus encendidas bravatas en favor del libre comercio y la
globalización: “creemos en la apertura comercial (…) creemos en la
globalización (…) y en este marco buscamos oportunidades (…) para el desarrollo
de nuestras sociedades.”(Discurso ante Macron).
Pero hay algo más. Con un giro de
180 grados respecto a sus antiguos principios de relaciones internacionales, el
gobierno mexicano se ha transformado en el gran impulsor de las agresiones
contra Venezuela. En esto, el desparpajo viene llegando a límites difíciles de
concebir. Por ejemplo, se acusa a Venezuela, con gran escándalo, que después de
100 o más días de protestas, ya van 90 muertos. Reclamo que hace el gobierno de
un país donde esa cifra de muertos se alcanza en un solo día. O donde tú
entierras una pala y aparecen no calaveras pre-hispánicas sino cadáveres muy
recientes y por docenas. En México, claramente, se asiste a una corrupción
inconmensurable (el narco invade a las altas esferas de la política), a una
aguda descomposición social y a lo que literalmente es un “Estado fallido”. En
este marco, que además pudiera abrirle el paso a un futuro gobierno militar
apoyado por EEUU, México ha roto con el principio que Juárez señalara como
clave: “el respeto al derecho ajeno es la base de la paz”.
¿Por
qué tamaño vuelco? La respuesta parece clara: se busca ser obsequioso con la
gran potencia buscando un mejor trato. El lema es conocido: si me agacho y
ofrezco las “nachas”, me darán un mejor tratamiento y una buena recompensa. Al
México de Juárez, de Villa y Zapata, de Lázaro Cárdenas y otros, al México que
tanta admiración despertara en América Latina, se le viene hundiendo más y más.
Al gran Pancho Villa lo reemplaza el abyecto limosnero. Es el “rastrerismo”,
como típico producto neoliberal.
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