lunes, 4 de julio de 2016

EL DESAFÍO DE LA PREGUNTA. LOS PORQUÉS DE LOS CORAZONES INTELIGENTES

EL MAESTRO ENSEÑA, APRENDE, 
DIALOGA Y CONVENCE CON LA PALABRA

El desafío de la pregunta. 

Los porqués de los corazones inteligentes



Las preguntas que no tienen respuesta son las que determinan las posibilidades del ser humano, son las que trazan las fronteras de la existencia del hombre.
Milan Kundera, La insoportable levedad del ser
De caguamas y mantras

Era una noche oscura y tempestuosa y en el Súper 7 no había nadie más que yo y un borrachito que quería llevarse su caguama. Tratando heroicamente de enderezar su trayectoria y de encubrir su delirante beatitud bajo una máscara improbable de frío desdén, llegó con determinación, ésa sí impecable, a la caja. La mujer admiraba sus uñas variopintas, melancólica o soñadora, es difícil decirlo, porque no se le veía la cara de tan ensimismada que estaba. Esperaba que ese soporífero turno nocturno se acabara sin comprometerse a brindarle al mundo desentonado de la noche una ojeada o una sonrisa inmerecida.

El diálogo, por así decirlo, que presencié fue rápido como el evaporar de un deseo desvalijado por un coito fraudulento e ilegal. Pero fue también una escena que parecía sacada de una película de Kaurismaki. Como bailarina naufragada, la caguama se contorsionó bajo la mirada ausente de la cajera, que repitió por enésima vez, con efecto involuntariamente chusco, el mantra ineludible de su devoción empresarial: “¿Encontró todo lo que buscaba?” Una mueca silenciosa y mefítica rastrilló la cara del borracho y se encargó de contestar la pregunta.

Ese espectáculo indecorosamente romántico me confirmó una sospecha que tenía guardada en mi cuarto de reflexiones tímidas y pudorosas. Es decir, cuántas veces las preguntas que hacemos mecánicamente todos los días son inútiles y hasta ridículas, puro relleno barato para embutir el silencio obscuro y tempestuoso que percibimos como amenaza.


De niños y filósofos

Este preámbulo sirve para introducir y compartir el desarrollo tomado por aquella sospecha que me ha facilitado una certeza lograda escuchando las preguntas de los niños. Me he convencido de que en esa tierna edad la filosofía crece espontáneamente, como flores primaverales en el jardín de la mente humana. Pablo Picasso dijo una vez que “todos los niños nacen artistas, lo difícil es seguir siendo un artista cuando crecemos”. Dudo de esta afirmación cubista, pero estoy seguro de que sí, todos nacemos filósofos. ¿Qué quiere decir ser filósofo, si no vivir en el asombro y cultivar la pregunta como alimento orgánico y sostenible? ¿Y qué hacen los niños cuando se emboban con la mirada fija en la nada o nos atormentan con preguntas interminables o absurdas?

¿Por qué el fuego quema? ¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué hay gente mala? La mente del niño, la mente que emite esas interrogaciones que no tardan en fastidiarnos, es efervescente, ligera, curiosa. Antes de ser domesticada, no está llena de suposiciones convertidas en creencias. Antes de haber absorbido las normas de los adultos, al niño no le da vergüenza su ignorancia y tampoco le da miedo equivocarse o jugar con las preguntas. Atreverse a imaginar algo nunca imaginado anteriormente lo entretiene mucho, porque para él la imaginación es un parque de diversiones libre de la influencia del pasado.

Esta mente libre de explorar sin censuras y sin morbosidades las posibilidades que surgen en el camino es la mente filosófica, que no es necesariamente culta pero sí es exploradora y no se conforma con lo que es comúnmente aceptado simplemente por ser consuetudinario.


De tiempo y adiestramiento

Para el niño cada instante es un principio, la inauguración de un posible. Por eso puede pasar de manera repentina y sin aparente motivación de la risa al llanto o viceversa. Su existencia cruza la llanura diáfana del tiempo sin permitir que sus huellas condicionen los pasos sucesivos. Las preguntas del niño son como burbujas que afloran a la superficie desde la intimidad más profunda y silenciosa. Esto es así porque aún no tiene la mente adiestrada para trabajar como un autómata que promete al ego la realidad que ya frecuenta. La ausencia de una identidad formada que moldea el mundo con los conceptos, le permite no recrear incesantemente una figura conocida y aplacadora del mundo. Su exploración de la realidad está libre de prejuicios y el filtro del conocimiento es muy blando, por ende, su mente está mucho más dispuesta a albergar preguntas raras o absolutas.


De respuestas y adultos

Esas preguntas –¿Qué es el tiempo? ¿Por qué la gente muere? ¿Qué quiere decir “real”? ¿Por qué las parejas se separan?– no necesitan ser congruentes, agradables, aceptables o conformes con la realidad conocida. Cuando hace esas preguntas atrevidas, visionarias, inocentes y abiertas a lo desconocido, el niño se torna en el emisario de un mundo que los adultos han ocultado y olvidado.

Las respuestas del adulto tienen a menudo una especie de fatalismo mezclado con cinismo que comunica un mensaje muy claro: el mundo maduro es un mundo de respuestas y sentencias, los adultos están ocupados en la vida “real” y ya no se hacen esas preguntas que son inútiles o deletéreas. 

El niño aprende entonces que los detalles prácticos de la vida son más importantes que las abstracciones y que el tiempo dedicado a la reflexión es un desperdicio. Así se ve presionado u obligado a someterse a los límites autoinfligidos de la mente adulta, a aceptar como única realidad lo obvio y axiomático.


De cofres y realpolitik

No digas tonterías”, “eso pasa porque tiene que pasar y punto”, “será la voluntad del Señor”, “¡Ya basta de preguntas!” Estas reacciones precipitadas y nerviosas revelan que en el adulto esas preguntas están todavía sin resolver porque el hábitat –la educación, la sociedad, las normas, los proyectos–nos ha adiestrado a no preguntarnos lo que no es concretamente remunerativo.

Todos hemos sido filósofos hasta cuando nos hemos permitido ser libres exploradores de lo real. Por eso las respuestas tajantes del adulto, que cortan el diálogo con el “niño filósofo”, encubren un embarazo mal disimulado y una sensación de derrota interior no admitida. Contestar de esta manera concluyente es entonces una manera de interrumpir el camino que está tomando el diálogo con el niño para evitar enfrentar lo que hemos logrado arrinconar con tanto esfuerzo: vivir sin la incomodidad de las preguntas profundas.

Sin embargo, tener un niño quiere decir tener un pequeño cofre lleno de preguntas que esperan simplemente ser reconocidas como puertas de senderos desconocidos. La pregunta del niño puede ser un desafío a las costumbres mentales con las cuales el adulto ha construido, rodeado y protegido su vida, esa realpolitik que justifica, legitima y honra la falta de una sonrisa cándida y las arrugas de ansiedad en la cara del adulto.


De naturalidad y domesticación

Hasta que no se identifica con un papel, invitado u obligado a interpretarlo por los padres, el niño no tiene apegos y condicionamientos mentales fuertes. Tiene sólo una relación espontánea con sus necesidades corporales. Sin embargo, la relación con el sistema cultural empieza muy pronto a desplazarlo de su naturalidad. “Te vas a poner muy fuerte si comes toda esta carnita”, “no hagas eso porque te voy a pegar”, “si te portas bien te voy a regalar esto”. Estas frases inoculan ilusiones, amenazas y chantajes como formas del amor familiar y dan al niño las primeras señales de una realidad desconocida, es decir, en el mundo de los adultos el amor se gana con una actitud de adulación y una voluntad sometida a fin de ser consentidos. Es así que el pesado maquillaje de la domesticación empieza a colorar de tintas artificiales el alma del niño. Es así que la personalidad natural empieza a ser domada para formar al ser que la familia y la sociedad requieren.


De diálogos y aventuras

Para el niño, la palabra que pregunta puede ser un recurso para capturar la atención de los adultos cuando su ego se siente marginado o ignorado. Puede ser un simple juego para gozar de la palabra como herramienta gozosa y que, con el pasaje de la exploración táctil y visual a la exploración lingüística y de la imaginación, se revela siempre más poderosa. Puede ser una manera para explorarse a sí mismo, corporal y mentalmente. Pero cuando la pregunta es profunda, existencial, abstracta, filosófica –¿quién soy?¿Qué quiere decir infinito? ¿Cómo nació el mundo?– el niño está buscando un diálogo, un compañero de exploración, un colega detective que le ayude en su investigación, un Virgilio que lo acompañe entre infiernos y paraísos, pero con la pluma no de Dante sino de j.k. Rowling. No pide respuestas, pide aventuras.

Es evidente que desde esta perspectiva no es necesario, frente a una pregunta, tener la erudición necesaria para dar una respuesta eficaz entendida como la receta correcta. Es suficiente acogerla, tomarla en serio, vivirla como una aventura para compartir con el niño el recorrido de un pedacito del laberinto resplandeciente que es el enigma de la vida.


De zambullidas y veredas

Es idea común que el pensamiento del niño sea primitivo y que tenga que ser normado, domesticado, encauzado para que crezca y se torne maduro. Pero el niño no es solamente un miniadulto; es también un individuo con su realidad y está abierto a los misterios de la vida que su mente y su alma tratan de abordar. En un contexto familiar, escolar y social que no quiere ocultar la raíz profunda de una interrogación, el niño es libre de formular las preguntas que le surgen espontáneamente de sus zambullidas en su alma, es decir, de lo desconocido. No quiere que algo o alguien apague su pregunta con una respuesta concluyente. Al contrario, está dispuesto a adentrarse en el mar desconocido de la exploración mental mucho más que el adulto, y aspira a aventurarse entre las olas de la existencia de una forma lúdica. Entonces, para el niño la pregunta es al mismo tiempo la vereda misteriosa que se adentra en la selva de la imaginación y un claro en el bosque de la realidad.


De vuelos y perspectivas

Cultivar el asombro y la curiosidad le permite al niño vivir con más intensidad y profundidad, gracias a la familiaridad con la exploración de su propia mente. De hecho, la pregunta profunda nace en el niño por una intuición que lo instala en un punto de vista nuevo y bien determinado. Una función importante de la respuesta del adulto es entonces dar a conocer también otros espacios posibles, otros ángulos y perspectivas para no encerrarse entre las paredes que han permitido la aparición de la pregunta.

Evitar la fijación de la mirada y aprender a desplazarse y escuchar la polifonía del mundo es una práctica que podemos enseñar a los niños, para reaprenderla también nosotros, adultos que hemos perdido esta capacidad hundiéndonos en obsesiones o depresiones.

De esta manera le permitimos al niño subir sobre su pregunta como si fuera una alfombra mágica y maniobrar en su curiosidad como si fuera el viento que la lleva.

De mundos y narraciones

En fin, ¿cómo relacionarse con las preguntas profundas del niño? La primera tarea del adulto es tomar en serio la pregunta y no castrarla con una información fría que satisface solamente a él y entorpece la mente del niño. 

Demasiadas veces las respuestas son meros datos que desconocen y aniquilan la realidad de donde ha salido la pregunta y amansan la exploración del niño. Luego es necesario entender que la respuesta forzada y apresurada del adulto es la terminación prematura de la narración que el niño está tratando de crear con su interrogación y que no quiere que se acabe. El adulto piensa que la pregunta necesita de una respuesta, pero el niño está buscando la manera de ampliar su mundo, no de limitarlo con respuestas que lo cristalizan en unos conceptos. Más que dar una respuesta, es mejor ramificar la pregunta y penetrarla junto con él.

La pregunta “¿por qué hay gente mala?”, puede originar una apasionante reflexión compartida si, en lugar de aspirar a una respuesta irrebatible, la relanzamos con: “¿Qué es para ti el mal? porque a mí no me queda del todo claro”, y luego seguir, por ejemplo, así: “¿Y por qué crees que eso sea malo?”, “¿te ha pasado portarte mal?”, “¿no crees entonces que le pueda pasar a todos portarse mal?”, “entonces quizás no hay gente mala, hay solamente gente que actúa mal”, etcétera.

De obstetricias y reyes

El niño no quiere un experto, quiere un aliado y co-creador de su narración que estimule su capacidad de interrogarse a sí mismo. Esa es la figura obstétrica del filósofo socrático que no instala su verdad en la mente del discípulo, más bien lo ayuda a descubrir la propia verdad que tiene dentro de sí.

Dios se apareció en un sueño al rey Salomón, quien le pidió la sabiduría necesaria para gobernar. Al Altísimo le gustó la petición de Salomón y le concedió “un corazón sabio e inteligente” (Reyes, 3-12). Creo que cada vez que un niño nos hace una de sus infinitas e ilógicas preguntas, deberíamos recordar que sin saberlo nos está pidiendo eso: ayudarle a tener un corazón inteligente

No hay comentarios:

Publicar un comentario